Silencio. Este es mi mejor y ahora único amigo. Sé que no vale la pena llorar, demostraría mi absoluta persona. La única persona a la que de verdad quería… se ha ido.

Lo peor no fue admitir su partida, fue ser testigo de cómo la torturaba el dolor que se veía en sus ojos, hasta que su corazón se detuvo, sin poder hacer nada al respecto. Ese momento se conservara irremediablemente para siempre, solo cierro los ojos y estoy en ese mismo instante;  ella ahí, encerrada en aquel cuarto oscuro mientras recibía descargas eléctricas exageradamente fuertes, grito tras grito convertido en aullidos por su dolor, yo ahí, detrás del cristal tratando de romperlo, en vano.

Su voz, su enorme sonrisa, la bella mirada que te dedicaba, cada dulce parpadeo, se convirtió en recuerdo. Debo ser fuerte; me observan a cada segundo y la menor muestra de dolor les daría lo que deseaban: mi sufrimiento.

Y finalmente lo lograron. La mirada vacía e indiferente que ocultaban mis largos y castaños cabellos, se convierte en unos ojos llenos de ira que piden venganza. Mis puños se cierran con fuerza, empiezo a temblar por la adrenalina que recorre mi cuerpo. Vuelvo a cerrar los ojos pero estos a liberar unas gruesas lágrimas, me tapo los oídos y grito de frustración. La extraño tanto que duele como un infierno. Ese dolor que sale por no poder vivir sin ella a mi lado. Me inclino sobre su tumba y dejo libres las lágrimas que trataba de ocultar, descubriendo la cruda realidad:

Jamás volverá, ella ya no está aquí.

Sigo llorando con amargura, con un último deseo que me mantiene con vida, el que me recuerda por quien seguiré luchando: Vengare su muerte aunque sea lo último que haga.

Pero no noto a la pequeña figura que me mira a distancia debajo del roble, una que me acompañara y cuidara de mí a donde quiera que vaya, una que dio su vida para que continúe la mía, una a la que nunca alcance a decir “Te quiero”